Moisés estaba saturado de Dios. Cuando vivió en casa de Faraón, se negó a
ser llamado hijo de Faraón: “Escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de
Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado, teniendo por mayores
riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía
puesta la mirada en el galardón” (Hebreos 11:25-26).
No hay duda del toque de Dios en la vida de Moisés mientras estuvo en
Egipto. Él sabía que había sido llamado para liberar a Israel; de hecho, asumió
que los israelitas lo reconocerían como su libertador cuando mató al esclavo
egipcio. Esteban testificó de esto: “[Él] hiriendo al egipcio, vengó al
oprimido. Pero él pensaba que sus hermanos comprendían que Dios les daría
libertad por mano suya” (Hechos 7:24-25).
En lugar de ello, Moisés tuvo que huir de Egipto debido a su acción. Para
cuando se fue, estaba totalmente entregado a Dios, aunque no tenía idea de que
estaba a punto de esconderse en la parte más aislada de un desierto durante
cuarenta años.
¿Qué representa este período de desierto en la vida de Moisés? Es un tiempo
que enfrentan muchos siervos llenos de Dios. Tú puedes ser uno de ellos,
sintiendo que estás atrapado en un lugar muy por debajo de tus habilidades.
Moisés era sólo un siervo. Él tenía un llamado poderoso en su vida y soñaba con
hacer grandes obras para Dios, sin embargo, él estaba en un páramo sin futuro
aparente.
Mientras que Moisés estaba convencido de que no tenía voz ni mensaje, Dios
estaba trabajando entre bastidores. Un día, encendió un arbusto y desde ahí, le
dijo: “Quítate los zapatos, Moisés. ¡Estás en tierra santa! Ahora estás a punto
de ver grandes cosas en tu servicio a mí”.
Ese arbusto ardiente era el fuego del Espíritu Santo moviéndose a través de
un objeto natural. Del mismo modo hoy, Dios quiere revelarte más de sí mismo
para que los que te rodean se den cuenta: “Esa persona ha estado con Jesús”. Al
buscarlo con una renovada intensidad, serás convertido en un hombre nuevo, una
mujer nueva. Tal como sucedió con Moisés, tus mejores días aún están por venir.
Por David Wilkerson (1931-2011)
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